Lo que yo quiero decir es América Latina...

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jueves, 2 de diciembre de 2010

Arequipa o el hilo del recuerdo.

Dentro del bus unas mujeres con sus trajes típicos; aunque esta vez predomine el negro, tejen y sin despegar sus ojos de las agujas hacen bromas y conversan animadamente. Afuera voy adivinando el panorama que se presenta de una aridez y soledad abrumadoras. Es un pequeño punto que se mueve en medio de la nada este transporte. Voy jugando sobre cómo pudo haber sido este trayecto en la bicicleta, eso siempre pasa cuando debo tomar un transporte que no sea el de mis dos ruedas. Pensaba en la posibilidad de haberlo hecho en ella o no, entonces cada cuesta es un descanso y la desolación una batalla que se ha ganado sobre esta decena de ruedas.

No pasa mayor tiempo sobre este desvencijado bus que quien sabe cuántas veces habrá hecho este mismo monótono trayecto y ya voy entrando a la blanca ciudad de Arequipa. Aquí me asalta el recuerdo de la juventud, no vengo a conocer, vuelvo a reconocer. Hace diez años con todo el candor de mi juventud, una mochila al hombro y la compañía de un gran amigo veníamos dando desprevenidos saltos hasta esta parte del continente, este en aquellos tiempos fue nuestro punto más lejano, nuestro desparpajo no nos permitió llegar más lejos, en esta ciudad hicimos cuentas que nuestro dinero no daría para recorrer un país más. Llegada esta pues a esta, ciudad de gran significación para mí, con ella cerraba un ciclo, completaba Suramérica, ya podía decir que le había dado la vuelta, pero el viaje no termina, el viaje nunca termina. Aquella vez con mochila y menos años, ahora con bicicleta y más kilómetros.

No atinaría a decir si todo estaba igual o se encontraba diferente. La ciudad era un vago recuerdo, yo tenía que ir identificándola de nuevo. Después de la aridez del camino a la entrada de la ciudad una porción de verde, unos sembrados desconocidos refrescaban el paisaje, luego adentro la ciudad antigua y la nueva se confundían. Sin vacilar había que ir en búsqueda del centro, no contaba esta vez con una posada solidaria y tendría que vivir de nuevo la urbe desde los hoteles de paso con su encanto especial. Siempre he dicho que me gustaría vivir algún fragmento de mi vida, periodo corto de tiempo en algún cuarto de hotel, no sé que tipo de hotel, cualquiera, desde una humilde pieza, esos hoteles tan chicos donde el portero termina sabiendo tu vida, hasta los grandilocuentes donde eres solo un numero de cuarto. Me gustaría tener que ir en esos chicos siempre al restaurante de la esquina a buscar la comida, donde llegue y me conozcan, ubicarme siempre en la misma mesa con horarios casi fijos, hasta estar en esos donde el servicio al cuarto de la posibilidad de no salir si se quiere uno quedar y ver el mundo solo desde la ventana o el balcón si así lo permite. Me parece que por los pasillos del cuarto de cualquier hotel pasa toda la vida, vienen todos con su mundo de trabajos, de viajes, de penurias, de amores al vuelo y las habitaciones son guaridas para escapar, no son refugio como lo puede ser un hogar, la esencia de un viaje de un viaje se completa en un cuarto de hotel cuando se abre la maleta adentro de él y te das cuenta que ahí está la vida entera y además de que esta vida es prestada, alquilada en este caso, que poder ejercen esos cuartitos para mí.

Ahora bien, hablando de instalarse, buscar ese refugio, albergue, posada, hotel, motel, hostal, tantos nombres y solo uno. Qué momento placentero esa incertidumbre de cual será nuestro espacio. Es como un anaquel de pequeñas casas, un desperdigado anaquel de fachadas que hay que ir descifrando y cuando tus pesos son pocos descartar y descartar. Si hay una calcomanía de máster card o visa en la puerta, olvídalo, no es para ti, de seguro vendrá con desayuno incluido, pero eso será en otra ocasión, es como si tuvieras que escoger la mujer con la que vas a pasar la noche, para aquellos que las buscan, entre un ramillete de doncellas de saldo y esquina como dice Sabina. Te vas por la más recatada, la de maquillaje caído y desdibujado, la que no sobre sale sobre las demás, la que se junta con sus compañeras y no destaca. Entre callecita y callejuela vamos encontrándola y como dije antes su fachada sin pretensión nos abre las puertas.

Paredes rayadas por los amantes que las habitaron, pasillos oscuros y estrechos, una mosca que se quedo atrapada y no puede salir de allí pues no hay ventanas y torpe se golpea contra las paredes del desespero, tenemos compañía y un televisor en lo alto iluminando de imágenes vacías las cuatro paredes, ese es nuestro palacio. El baño queda afuera y es amplio, como olvidado, aparte, bien aparte, una escueta cortina que no abarca la inmensidad de la bañera, la vieja bañera y un chorrito que cae como desde el cielo en un hilito de agua, todo lo necesario para volver a la vida.

La ciudad blanca la llaman, Arequipa, un cielo azul donde es posible ver cóndores que esta vez no se dejaron ver. Blanco el cielo también, blancas las paredes de bloques macizos, antiquísimos, bloques con inscripciones, filigrana de cemento, en cualquier pared, en cualquier fachada, el hombre escribiendo sobre su morada, un territorio marcado. Mucho más significativa la de las iglesias, las innumerables iglesias desperdigadas por toda la ciudad. Su frente cubierto por escudos, rostros, frases en latín recordándonos el yugo español, el poderío esclavista de su palabra, sus imágenes queriendo tocar el cielo.

Pero la ciudad es mucho más que esas iglesias de belleza ancestral, son sus calles de piedra también, blanca piedra curtida por el paso del tiempo, las letras de quienes la toman por papel, pasillos que en la noche son iluminados por faroles. Vagamente me llegaba la imagen de aquella noche de una década atrás, nunca pude identificar con exactitud donde fue que estuve, problemas de alcohol y me memoria claro está. Se encoge la ciudad al darle vueltas y más vueltas, el centro está en cualquier parte y adivina uno si ya paso por aquí o no. Los arcos de la plaza en el parque son altísimos, uno detrás de otro dibujan un circular túnel a su alrededor por el que discurre un número considerable de turistas indagando como siempre por lo que hay que ver. Por curiosidad morbosa preguntamos por cierta excursión turística, el valle del colca esta vez y entonces claro, el discurso de siempre, de vendedora paisajística: el bus los recoge a, hace una primera parada en, estaríamos visitando tal, a eso del medio día tiene usted la posibilidad de, ya en horas de la tarde nos estaríamos acercando a, tiene usted la posibilidad entonces de, allí podrá apreciar a o b, con la posibilidad también pagando una cuota extra de ir a c y conectar con d en una viaje de aventura, para luego de varios días u horas dependiendo de su tiempo y posibilidad económica, llegar a casa y conocer el lugar por medio de las fotos o videos que logro usted captar. Gracias señorita ha sido usted muy amable, veremos las fotos por google imágenes o buscaremos la información por wikipedia o lo que es mejor, empezaremos a ahorrar para un próximo viaje.

Vámonos a tomar un pisco le digo al Juan. Ya ha caído la noche y hay que iluminarla con algunos tragos, saludar a este nuevo país con su bebida, que mejor homenaje, ancestral bebida hecha de la uva, diáfano trago que es disputa entre chilenos y peruanos. En las calles se escuchan voces, muchas, diferentes voces, discordantes voces de todas partes. Por esta temporada parece que hubieran soltado a todos los franceses posibles y hubieran escogido como destino común Suramérica, uh la la, cest la france. También y como una plaga nuestro acento colombiano no es ajeno y esa tonadita revolotea en el aire. No sabíamos porque, pero veníamos huyéndole a ella, corriendo de la compañía de la patria. ¿Por qué?, le pregunte al Juan, porque hacemos esto. Bien, decidimos abrirnos, no al mundo, al mundo hace rato nos habíamos abierto, abrirle la puerta a los nuestros, volver a ellos. Nos dijimos que de encontrarlos departiríamos con ellos y así nos lanzamos a la calle para conversar con la ciudad, ver su mejor cara de noche en la compañía del pisco.

Entrada la noche, disminuido el pisco y con las luces mas centellantes divagábamos en busca de un no sé qué. Comíamos un buen plato de chaufa, ese arroz que da cuenta de la mixtura de orientales en el país de los incas. Plato de arroz abundante y generoso que se ve en toda la extensión de esta nación. Entraba el espíritu burlón de la música, invitaba con unas notas que cantábamos y empezamos a buscarla y no la encontramos, ella nos encontró a nosotros. Venida de una guitarra, de cuatro sujetos y una chica, venida de un rincón de la calle, venida desde Colombia. Si, habíamos invocado la patria y ella tan buena en su infinita misericordia nos trajo algunos de sus hijos. Con esa ebria tonada inconfundible le hicimos un guiño e inmediatamente respondió y de la mejor manera que sabe hacerlo, con una copa en la mano, que patria ebria tenemos. Rasgando la guitarra con clamor nos fuimos instalando en una cera de cualquier calle en construcción y se junto la bulla y la algarabía de un país. Discurría de mano en mano las copas de trago barato sin identificar la calidad de él. Tonadas de la tierra que solo serían cantadas en esas circunstancias se entonaban con un impresionante júbilo.

La noche se diluyo sin saber cómo en otra posada que no fue la nuestra, la patria seguía cantando exacerbada, se estrechaban los abrazos, se levantaban las voces, tanto como para que fuéramos arrojados de allí, y tener que volver al cuarto de hotel, dulce hotel.

Arequipa volvió a ser lo de antes, casi lo de hace diez años atrás, lo cual quiere decir que no he cambiado mucho. Pero todavía nos faltaba una ciudad por conocer, con la lentitud y el paso tranquilo que debe hacerse. La excusa para caminarla fue buscar un mapa de Perú que hasta el momento no tenía. Me había estado moviendo con pedazos del que traíamos del país anterior.

De una librería a otra iba preguntando por el mapa que no aparecía, así dibujaba el mapa de Arequipa. En ese andar tope con el mercado central, ese lugar donde siempre se puede uno perder horas entre sus particularidades, de puesto en puesto. Entre hortalizas miles, carnes, trozos de pollo sobre la blanca loza, mariscos y la rareza de los anfibios colgados sobre un hilo, así como se lee, pequeñas ranas secas pendiendo en el aire como un exótico manjar, del que hasta jugo sacan, el letrero reza: Jugo de Rana, allá ellos. La fila de mujeres que venden jugos naturales, bendito trópico que calmas nuestra sed con papayas, fresas, maracuyá, carambolos, moras, mangos, piñas y cuanto fruto brota de estas sagradas tierras. Mas allá el sector de las comidas donde hay que ceder ante un ceviche, es imposible no detenerse y dejar que una de esas mujeres ponga un plato ante ti. Ese pescado marinado con jugosos limones, pedazos de algas, morada cebolla, picante por doquier, batata dulce, frijol, todo, todo en un solo plato y además, una refrescante chica morada para calmar la sed.

Pudimos encontrar el mapa que mostraba en toda su extensión al Perú, volví a recordar a Graham Green con aquello de que “no hay mejor materia para un sueño que un mapa”. El ultimo y dada la laboriosidad de mi compañero de viajes nos dimos a la tarea de acicalar un poco a nuestras compañeras de viaje, en una pequeña terraza de nuestra posada y con el amparo de un radiante sol, hacíamos esas tareas propias de la errancia, lavar algunos ropajes, limpiar, poner todo en orden, hacer algunas compras como combustible y víveres para enfrentar lo que faltaba de camino, que no era poco. Así volvíamos al camino alejándonos de Arequipa y su estela de recuerdos.