Lo que yo quiero decir es América Latina...

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miércoles, 4 de abril de 2012

Loja – Guayaquil

Llegar tranquilo, sin una gota de sudor, solo avanzando, dejando pasar montañas, viendo como pasa la vida desde la ventana de un bus, sintiendo más cerca a Colombia en cada kilómetro invertido, percibiendo la similitud de pueblos que hablan desde sus costumbres. Nuestros productos campeando en las vitrinas de almacenes y tiendas, los frutos que se confunden y todo nos habla de la patria, pero yo no se que es mi patria y ahora que se me van hasta gastando las palabras y ahora que hablo de patria recuerdo unos fragmentos del poeta brasilero Vinicius de Moraes, precisamente del poema “Patria mía”, con esa forma tan suya de nombrar “su” patria:
Patria Mía… Mi patria no es florón, ni ostenta pendón, no; mi patria es desolación de caminos, mi patria es tierra sedienta, es playa blanca; mi patria es el gran río secular que bebe nube, come tierra y orina mar.

Y si la patria es desolación de caminos, creo que la he visto a lo largo de mi viaje y que este continente es mi patria. Si la patria tiene sed, entonces todos somos patria cuando no hayamos que beber, ya porque no hay, no tenemos o nos lo hemos acabado desde hace mucho, si la playa es patria blanca el Caribe es mi patria, la de las arenas de Colombia, las de la hermana Venezuela, la de la candente Brasil. Si la patria es un gran río, es este y uno mismo que viene desde el norte y no muere si no que se vierte en algún otro, por debajo de la tierra, brotando desde algún plantío, es el Cauca, el Magdalena, el Paraná, el de la Plata, todos y cada uno arrastrando historias, bebiendo nubes en un eterno ciclo donde acabará el último hombre sobre la tierra y ya no existirá más patria que esta tierra que vive re inventándose a sí misma. La tierra que come tierra, que orina mar, que olvida a sus hijos, la patria de todos y ninguno que encuentro en cada curva y hoy en cada pueblo y ciudad a donde llego.

Por esas extrañas razones de la vida, Loja tiene a su entrada un arco, una especie de construcción que emula un castillo y justo en la puerta el más grande y desquiciado de los viajeros con su fiel escudero, me refiero como no, a Don Quijote y Sancho Panza, sus figuras van llegando a la ciudad como nosotros, lastimosamente no tenemos la pompa de este viajero de ciudades, libros y gentes. El mismo Don Quijote lo dijo: “Cada uno es artífice de su propia ventura”, así va la nuestra entonces desandando caminos y no entuertos como lo hizo el ilustre hijo de España, aquel que huía de la vida regalada, de la ambición y de la hipocresía como bien lo decía. Mi paso siempre ha sido más humilde en esta travesía, fui a ver y conversar con las gentes que me salieron al camino.

Llegando procuramos un poco de alimento en esos sagrados comederos populares que son como establos donde en cada cubículo improvisado un fogón arde esos los calderos que se calientan y re calientan para calmar el hambre de todos. Los manteles de plástico son fáciles de limpiar y un simple trapo que pasa organiza un nuevo festín. Sentados a la mesa calmamos el hambre que este clima frio impone, a pesar de que no hay mucho agotamiento, el apetito es lo único que nunca decae.

Rodamos una ciudad que minutos antes fue bañada por la lluvia yendo siempre hacia el centro de ella y nos encontramos con estampas similares, esa plaza, las viejas edificaciones. Alguien se ha ofrecido a darnos posada pero hay un tiempo muerto antes de que podamos contactarnos con él, durante este tiempo entonces nos ponemos en contacto con la ciudad y desde la banca de un parque nos llegan historias.

La tecnología fotográfica muta tan rápido, tanto como se apiñan las imágenes que ahora se toman por doquier, ya todos disparan desde todos los flancos, pero por más que cambie, el hombre del parque con su cámara en mano seguirá existiendo y su pequeña legión de ponis alineados donde los niños y jóvenes montaran los corceles, se pondrán vistosos sombreros mexicanos para que el hombre de la cámara los inmortalice, esa escena de seguro no morirá. Toda la familia participa del negocio, el hombre dispara y cuadra, el hijo hace las veces de vestuarista y dispone las bestias petrificadas, la mujer hace su apunte desde lo tecnológico y ya no hay que esperar los días para ver el resultado, si no que con su impresora digital da vida a la imagen sobre el papel. Todo esto sigue pasando en algún parque de Loja, todo esto seguirá pasando en cualquier parque de una ciudad chica, de cualquier ciudad, ponis, paneles por donde sacar la cabeza, todo eso pasa en el afán de inmortalizarnos y seguir guardando recuerdos visuales para que la memoria no se pierda.

Hay espacio para la conversación mientras pasa el tiempo, el hombre de los caballos es ecuatoriano y nos cuenta que en Colombia, además de buenos caballos reales están estos que vienen de allá. Él va y los escoge, no los monta como los viejos arrieros, viajan en un vehículo sin pasar las inclemencias del tiempo y desembarcan en Loja, en su casa y todos los días hacen el viaje hasta la plaza para dar de comer a la familia.

El tiempo pasa y nos vemos en otro hogar, no tan cálido, peo al fin y al cabo otra puerta que se abre. Este tiempo pide descanso, ya no hay tanta hambre de conocer, hay hambre de estar y de llegar. Circundada por montañas me sigue evocando a la tierra esta ciudad que se cubre con el manto de nubes grises y goterones y así cae otra noche.

Todavía con cierta curiosidad indagamos por lugares interesantes y nos hablan de Vilcabamba, “el país de los viejos más viejos”, un lugar donde se ufanan por tener gente que vive más de cien años. Hacia allá nos dirigimos para develar el misterio. Son cuarenta kilómetros desde Loja. Serpenteantes y estrechos caminos entre montañas y para sorpresa nuestra el hombre caracol en dus ruedas aparece por allí, otro de esos viajeros en bicicleta aventurándose por los caminos, lo vemos como siempre con la alegría de reconocer un hermano, pero igual a medida que el bus asciende nos vamos lamentando por él, por ese camino que tendrá que sortear.

Casas de tapia, techos de teja, cafetales, sonidos de ríos que circundan el pueblo, se siente un frescor en el ambiente, es Vilcabamba y su promesa de muchos años de vida. Allí envejecer es sinónimo de juventud según dicen, todo esto gracias al agua alcalina que proviene del valle sagrado, ahí está el hombre queriendo trascender en el tiempo, perdurar para verlo todo o sencillamente en este caso seguir viviendo apaciblemente y es cierto, se percibe en el aire además de la frescura del valle esa tremenda calma, calma que ahora y por divulgación del mito se ve rota por aquello que vienen de afuera buscando ese misterio y se instalan con sus hoteles, sus tiendas, haciendo de este otro destino turístico más. Nos venden un producto y solo nos quedan las postales, por supuesto se ven algunos viejos posados en mecedoras en cualquier corredor de estas viejas casa, tanto como ellos, pero no pasa de ser una imagen común a estos pueblos donde necesariamente por la calidad de vida sin el agite de la ciudad la gente puede prolongar más su existencia, pero me pregunto si estos hombres que vieron otro mundo cuando nacieron querrán seguir de pie en este tal y como lo ven que muda, mas despiadado y siempre menos generoso. Cada vez mas rostros desconocidos y con esa aparente amabilidad que da el progreso.

Seguimos dando saltos de garrocha y nos montamos en otro bus hasta Cuenca y es mi caso entonces seguir desandando pasos, carretera desconocida pero una ciudad que no me es ajena.
Cuenca y su arquitectura republicana, Cuenca de calles empedradas y su rio que divide la ciudad vieja y la nueva, siempre los opuestos dando vida. Cuenca con otro punto de llegada. Hace diez años venia por otra carretera traído en auto por una amable pareja, hoy mi bicicleta se baja de un bus para ir en búsqueda de una dirección de amigos que abren puertas a los fatigados viajeros, fatigados por el tiempo más no por el camino.

Cuenca y su concurso de balcones adornados, flores en los corredores, vistosas, primaverales. Del uno al treinta se en numera y me los voy encontrando a medida que descubro de nuevo la ciudad. La catedral sigue en su sitio con esas enormes cúpulas celeste y sus paredes de ladrillo donde alguien pone un pensamiento o le escribe a su amor, rayan las paredes de Dios ¡Oh herejes!. Como caminando se solucionan las cosas no hay mejor manera entonces que caminar y caminar por la ciudad, un eterno recuerdo, un eterno retorno. Un hombre en la calle grita: Tinto, Tinto y vuelve nuestro café a imperar en las calles, hermanos todos del grano. En efecto es un colombiano que sale todos los días a vender eso tan colombiano como café con empanadas, gustosos saboreamos las delicias de la tierra y esta nos sigue haciendo guiños.

Rápido ahora pasan los paisajes y las ciudades, no hay tiempo ni aliento para mucho, pero hay energías para volver a retomar a nuestras compañeras y así entonces nos vemos en camino con destino Guayaquil, otro pedazo de recuerdo.

Cuenca esta en lo alto e impera el frío, hay que bajar a la ciudad de Guayaquil donde hay un calor como ningún otro, pero no todo es bajada. La salida de Cuenca tiene un encanto especial, primero vamos con toda la energía y como siempre y es constante en el viaje, el disfrute por pedalear, el placer de juntar kilómetros en nuestras compañeras de viaje.

Vamos dejando atrás la ciudad y se dibujan otros paisajes, lo rural hace presencia con su belleza de campo. En la entrada de una casa puede pastar una vaca y los perros nos ladra, pero también esa hermosa gente te saluda y empezamos a jugar con el clima. Llega el sol a saludar los primeros pasos y hacemos unos deliciosos 15 kilómetros aproximadamente para que luego todo cambie y de que forma. Empezamos un ascenso en dirección al Parque Cajas, una preciosa reserva natural, el clima cambia, con esfuerzo, mucho esfuerzo de mi parte llegamos a la entrada sorteando curva tras curva, cuesta tras cuesta. Estamos entonces a 3660 metros sobre el nivel del mar. Y todavía viene lo mejor. Hay un cartel a la entrada dando algunas indicaciones y señalando puntos en el parque. Tres cruces es el mirador, 10 kilómetros nos separan de allí, es poco sí, en teoría, el camino develaría otra verdad.

La carretera es estrecha pero bien asfaltada y empieza el real ascenso, lo otro fue sólo la introducción un prologo encumbrado. El paisaje tiene sus recompensas, empiezo a contar lagunas y cascadas, cada una más bella que la otra, pequeños colchoncitos de agua y arriba, siempre arriba. La serpiente se alarga, das vuelta atrás después de unos tantos kilómetros y no se puede dar crédito a lo hecho, pero miras el cuenta kilómetros y sabes que todavía es mucho la que falta. En estos casos mi amigo es más presto y se va alejando cada vez más de mi, se pierde de vista, los pocos parroquianos saludan al paso y dan ánimos, ánimos que recojo con afecto ya que los necesito. Con desespero veo ese último ascenso, Juan ya se ha perdido de vista, primero fue un puntito rojo que aparecía y desaparecía con cada curva y luego no lo vi más, por momentos desciendo de la bicicleta para arrastrar mi cansancio, la altura no ayuda mucho. Luego miro hacia la cima y Juan me saluda con tranquilidad y me dice: vamos que se puede. Pasa un largo periodo de tiempo cuando puedo llegar a la cumbre. Hay un espacio para descansar y pensar en lo que viene, pero el día apenas comienza.

Vendría uno de esos tramos inolvidables en todo el viaje, el descenso mas prolongado de todo ese recorrido, cosa que ya es mucho decir. Es una maravillosa descolgada de 75 kilómetros, una delicia para el cuerpo. Cabe anotar que no hicimos todo el descenso en una sola tirada, igual seguimos guardando nuestro promedio, pero si realizamos la mitad.

Como lo disfrutamos, era un goce total desde todo punto de vista. La sola descolgada ya era sinónimo de alegría. La bici se dejaba ir con nosotros y la adrenalina corría tan rápido como ella, además a la derecha solo había abismos que le daban ese toque de peligro al que nos gustaba jugar. La niebla hacia de las suyas y por momentos se escurría entre las montañas haciendo que todo desapareciera, más acción para el camino. Hasta hubo tiempo para cierto foto estudio, éramos como niños disfrutando nuestro parque de diversiones en un solo aparato. No dábamos crédito a aquello y continuábamos bajando si saber dónde íbamos a parar.

Nos detuvimos a hacer cuentas y buscar un lugar para pasar la noche. De mil amores seguiríamos rodando pero no hay que abusar de la suerte. Pueblos como tal no habían en este tramo del descenso, así que lo primero apto que vimos allí paramos. Uno de esos restaurantes al lado del camino, una vieja fábrica al lado de él y otro hombre solidario que nos abre las puertas de un acogedor cuartito, contamos con tanta suerte que hasta ducha de agua caliente hubo.

Comenzar un día rodando cuesta abajo no puede ser más agradable, sabemos que tenemos otros tantos kilómetros por delante y nos lanzamos sin pereza. Hoy la lluvia amaga con aguarnos la fiesta del día anterior, además resulta peligroso hacer el descenso así ya que podríamos resbalar, por momentos caen unos goterones que asustan pero igual seguimos rodando desafiando todo. Después de aproximadamente 35 kilómetros llegamos a terreno plano y vamos estando más cerca de la ciudad. Pasado la lluvia un bochorno se apodera del ambiente y hay que recordar de la altura de la que veníamos.

A lado y lado del camino, próximos a Guayaquil hay plantaciones de cacao, esto me hizo recordar una pasaje de mi infancia cuando en la finca de mi tío, allá por un pueblito antioqueño llamado Sucre, junto con mi primo Nando agarrábamos frutos de cacao que íbamos comiendo por el camino antes de llagar al Salto, una preciosa cascada donde refrescábamos nuestro candor juvenil.

Ahora estamos en Guayaquil y todavía la recuerdo como el primer día que la pise, un calor que no cabe en el cuerpo, un caos de ciudad de trópico y además de puerto, lo que le confiere ciertas propiedades especiales.



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